En un país como Argentina, donde la desconfianza hacia la clase política se ha vuelto casi una norma social, la reciente sentencia a Cristina Fernández de Kirchner por corrupción no puede analizarse únicamente desde una óptica judicial. Su impacto, su simbolismo y las consecuencias políticas que despierta van mucho más allá de los tecnicismos jurídicos.
Para muchos, el fallo representa un triunfo de la justicia: por primera vez, una expresidenta con poder todavía vigente es condenada en un proceso legal. Para otros, no es más que una jugada política dentro de una justicia que también está sospechada, donde los tiempos de los fallos parecen bailar al ritmo de las necesidades electorales y del humor del establishment.
El hecho de que la expresidenta —hoy vicepresidenta— sea condenada en un país donde gran parte del arco político enfrenta acusaciones similares plantea una pregunta incómoda: ¿por qué ella y no otros? ¿Es un ejemplo o un chivo expiatorio?
No se trata de eximir culpas ni de relativizar hechos comprobados. La corrupción estructural debe ser combatida, venga de donde venga. Pero la legitimidad de la lucha contra la corrupción se erosiona cuando parece selectiva, cuando se convierte en un arma política más que en una cruzada ética. En ese terreno, la justicia pierde su rol imparcial y se transforma en un actor más del juego de poder.
La condena a Cristina Fernández, entonces, no sólo desnuda una trama de presunta corrupción en la obra pública: expone también las falencias sistémicas de una democracia que aún no logra construir instituciones fuertes y creíbles. Donde el poder judicial, el ejecutivo y el legislativo se cruzan en relaciones opacas, con vasos comunicantes que desdibujan los límites entre control y complicidad.
Es legítimo —y necesario— que la justicia avance sobre quienes han manejado los recursos del Estado como si fueran propios. Pero para que ese avance sea creíble, debe alcanzar a todos, no sólo a los enemigos políticos de turno. De lo contrario, la percepción de impunidad seguirá alimentando el desencanto ciudadano y debilitando aún más la confianza en la democracia.
La sentencia a Cristina no es el fin de una etapa. Es, quizás, la apertura de un nuevo capítulo donde la sociedad argentina deberá decidir si sigue siendo rehén del “todos roban, pero…” o si, finalmente, exige una política decente, una justicia independiente y un contrato social más justo.
Porque cuando la justicia parece parcial, la impunidad se disfraza de legalidad. Y en ese terreno, nadie gana —ni siquiera aquellos que hoy celebran.
*Director-creador del Grupo-Multimedios Cadena Nueve-Periodista-Abogado-Consultor de Medios-Autor de: ‘Delitos en la Prensa’-La Plata,1983-‘La Noticia en Imagen’, Pamplona 1991-‘Lo Mejor de Dios, Ellas’, El Remanso, 2007-