Este domingo 8 de junio, en coincidencia con la solemnidad de Pentecostés, la comunidad del Monasterio Santa María de Los Toldos despidió al Padre Mamerto Menapace, uno de los más queridos y reconocidos monjes benedictinos de la Argentina, quien falleció el pasado viernes en Junín. La misa de exequias se celebró en la capilla del monasterio, su hogar espiritual durante más de cinco décadas, y congregó a una multitud de fieles, autoridades eclesiásticas, amigos y vecinos que lo acompañaron con profundo recogimiento.
La ceremonia comenzó a las 11 de la mañana y fue presidida por el Abad de los benedictinos, Padre Osvaldo Donnici. La homilía estuvo a cargo del Obispo de la diócesis de Nueve de Julio, Mons. Ariel Torrado Mosconi, quien ofreció un conmovedor retrato de la vida y espiritualidad del Padre Mamerto.
“Un hombre del Espíritu”, lo definió Mons. Torrado Mosconi, aludiendo a la providencial coincidencia entre su partida y la fiesta de Pentecostés. “Como anillo al dedo”, habría dicho él mismo, destacó el obispo, recordando su inconfundible estilo claro y cercano. “Un monje –afirmó– es por excelencia un hombre espiritual, y Mamerto lo fue de modo encarnado, cercano, entrañable. Su legado es un canto a la esperanza, al Evangelio vivido en lo cotidiano”.
La capilla se vio colmada de fieles, muchos de los cuales debieron seguir la misa desde el atrio. La emoción era palpable en cada rincón. Su palabra, que supo llegar a través de libros, radios y pantallas, también se había ganado el corazón de quienes lo conocieron personalmente. A todos tocó con su sabiduría popular, su humor profundo y su fe inquebrantable.
Durante su homilía, el obispo recordó pasajes entrañables de la vida del monje. Desde sus raíces en el Chaco santafesino hasta las anécdotas en el chiquero de los chanchos donde supo aconsejar a un obispo en apuros, cada historia revelaba el alma de un hombre sencillo pero lleno de profundidad. “La espiritualidad de Mamerto fue encarnada –dijo–, con olor a queso, pasto y corral, con los pies en la tierra y el corazón en Dios”.
Finalizada la misa, los restos del Padre Mamerto fueron sepultados en el cementerio del monasterio, junto a otros hermanos de la comunidad benedictina. Allí, entre caminos polvorientos, oración y trabajo, forjó su vocación y escribió buena parte de su abundante obra, con títulos emblemáticos como Cuentos Rodados, La Palabra y la Vida, Tito y Pelusa, El amor es cosa seria, Puro Cuento, entre tantos otros.
Mons. Torrado Mosconi también destacó su influencia en la vida de la Iglesia argentina y su papel fundamental en la consolidación del Monasterio de Los Toldos como “un pulmón espiritual de la diócesis”, centro de acogida, formación y refugio para sacerdotes y laicos.
“Con el monje de Los Toldos –afirmó el obispo– se va uno de los últimos protagonistas de una época, de un estilo de vida eclesial que sigue dando fruto. Su vida fue semilla. Su partida no es un final, sino una siembra para el mañana”.
Cerrando la celebración, el obispo elevó una plegaria usando los títulos de algunas de sus obras: “El Dios rico en tiempo que te llamó, querido Mamerto, te reciba en su casa. Que ahora cantes los salmos con las alas de la mariposa, como tanto nos enseñaste. Y que nosotros, aún peregrinos, sigamos comunicando la alegría del Evangelio, con la misma humor terapia con la que vos curaste tantos corazones”.
Así, en un clima de profundo recogimiento y esperanza, la comunidad de Los Toldos y de toda la Iglesia argentina despidió a uno de sus pastores más entrañables, con las palabras que él mismo tantas veces pronunció: “A Dios, muchas gracias y hasta pronto”.
Homilía del Obispo de Nueve de Julio, Monseñor Ariel Torrado Mosconi:
EL “MONJE GAUCHO” REGALO DEL ESPÍRITU
Homilía del obispo de Santo Domingo en Nueve de Julio, Ariel Torrado Mosconi, en la misa de exequias del P. Mamerto Menapace OSB, el domingo de Pentecostés 8 de junio del año jubilar 2025 en el monasterio
“Santa María de Los Toldos” (Hch 2,1-11; Sal 103; I Cor 12, 3b-7.12-13; Jn 14, 15-16. 23b-26)
“Como anillo al dedo” hubiese dicho muy probablemente nuestro querido Padre Mamerto para indicar la feliz coincidencia entre la gran fiesta de Pentecostés y la misa de sus exequias en la propia Pascua de su última partida. Y es que hoy estamos encomendando a la misericordia divina, despidiéndolo de este mundo, a un hombre del Espíritu. Un cristiano es una persona llamada a ser precisamente eso: alguien que vive en, con y desde el Espíritu Santo cuya efusión celebramos hoy. Más aún, un monje, en la variedad de dones, vocaciones, carismas en el cuerpo eclesial, es el hombre del Espíritu por antonomasia. En la Iglesia -corríjanme si digo algo que no esta tan así- la vida monástica es el arquetipo de la vida en el Espíritu. Los monjes son las personas espirituales ya desde los primeros tiempos cristianos, aquellos modelos de vida hacia los cuales se peregrinaba en busca de consejo, para beber de esa sabiduría proveniente del Espíritu que había descendido como consuelo en las batallas interiores del anacoreta o en el cenáculo fraterno de la vida eremítica. Y no olvidemos nunca que Mamerto era, primeramente y genuinamente, un hombre espiritual, un hombre del Espíritu. Su conversación amena, su locuacidad desbordante y afectuosa, su consejo sapiente, su prédica profunda y poblada de imágenes, sus relatos, metáforas y enseñanzas no tienen otro origen que la “rumia” -palabra tan querida por él- del canto cadencioso de los salmos en el coro, de las madrugadas de “lectio divina” con Biblia y mate o las caminatas silenciosas de tranco apurado por estos polvorientos caminos del vecindario.
“Como anillo al dedo” porque hoy el Santo Espíritu desciende sobre el Cenáculo, sobre una comunidad, para tocar un corazón, acariciar, herir o curar la carne. La espiritualidad de este monje fue profundamente encarnada. ¡Sí! Nuestro querido monje nunca olvido sus raíces del chaco santafesino ni disimuló el aroma a queso, eucalipto, pasto y corral de estos pagos toldenses. Y, por eso mismo -corríjanme nuevamente sus hermanos de comunidad monástica si digo algo que no es tan así- tenía esa “santa ansiedad” por explicar, aconsejar, consolar de un modo, con un lenguaje, un estilo comprensible, asequible, sencillo para iluminar la oscuridad y tocar el corazón de quienes lo oían o acudían a él en busca de ayuda. Cuanto la Iglesia ha enseñado y se ha propuesto pastoralmente en los últimos decenios, lo vivió nuestro querido monje gaucho ya desde mucho antes, haciéndonos tanto bien.
La liturgia de este día nos dice que Dios “hace de las suyas” por su Espíritu Santo actuando en el mundo y en la historia, en la Iglesia y en cada alma creyente. En este sentido también nuestro querido Padre Menapace fue un hombre espiritual, del Espíritu, porque deseó, se propuso y llegó a la razón, al corazón, al alma de tantos tipos de personas: desde los linyeras que pasaban por el monasterio y conversaban largamente con él, hasta figuras de la vida cultura, política y social del país o el extranjero, sin olvidar la figuras eclesiales que encontraron luz, sostén y discernimiento en su ayuda (como aquél prelado que lo fue a buscar al chiquero de los chanchos “ni él parecía obispo, ni yo un monje, cuando nos encontramos en la paridera” contaba él mismo). Aquí se deja ver una de las más hermosas y fecundas paradojas del Evangelio, vividas desde la vida monacal: un monje llamado y dedicado a la oración y el trabajo (el “ora et labora” distintivo de los benedictinos) es todo un modelo de apostolado y pastoral por su generosidad, creatividad y pasión puestas al servicio de la evangelización.
Sabemos bien que nuestro querido abad Mamerto fue una figura señera en la orden benedictina, particularmente en la congregación de la “Santa Cruz del cono sur”, de la Iglesia peregrina en argentina, pionero y “marca” de las comunicaciones sociales en libros, radio, televisión y redes (“en ese orden”, hubiese dicho él). La Iglesia se lo agradece encomendándolo a la misericordia del Padre. Permítanme, decirlo ahora como Pastor de esta porción del rebaño eclesial de Nueve de Julio: sé muy bien que Mamerto trasciende las fronteras de su monasterio y de la diócesis, pero no puede dejar de decir que, gracias en gran medida a él y durante su abadiato, este monasterio ha sido un pulmón espiritual, centro de irradiación y refugio de la gente, de los consagrados, de los sacerdotes en esta Iglesia particular nuevejuliense. Esta diócesis no sería cuanto es, sin los monjes de Los Toldos. Y esto te lo debemos a ti, querido Padre Mamerto.
Permítanme ponerlo en las manos amorosas de Dios y agradecer su vida y, particularmente, su fecundo apostolado literario. Lo hago apelando a sus títulos más señeros, que nos marcaron tanto a la mayoría de los aquí presentes y a tantas generaciones más. El “Dios rico en tiempo” que te llamó a la vida, al monacato y al sacerdocio, en la certeza de que “Sufrir pasa” según consolaste a tantos que acudían a vos en busca de ayuda, consejo y fortaleza, te reciba en su hogar. En este momento tan pascual de “El paso y la espera” tuya personal, le pedimos que te purifique de todo mal y premie tus buenas obras. La vocación cristiana y el carisma del monje es ser “Peregrinos del Espíritu”, ya que “El amor es cosa seria”, agradeciendo ese testimonio narrado cotidianamente por los monjes de esta comunidad -ese “Puro cuento: vida de monjes”- en este año jubilar de la esperanza, por intercesión del Beato Eduardo Pironio, tan querido por vos, pedimos que seas abrazado por todos aquellos que se nos anticiparon con el signo de la fe. En “Las alas de la mariposa: curso sobre los salmos” nos animabas a gustar los salmos: pedimos que prontito los estés cantando por toda la eternidad en el coro celestial. Y para la Iglesia toda, para cada uno de nosotros, recordando “Humor terapia: cura con cuentos” supliquemos confiadamente la gracia de comunicar la alegría del Evangelio, ser instrumentos de sanación y reconciliación, testimoniando el mandamiento nuevo con la entera existencia.
Queridos hermanos: con el monje de Los Toldos, nuestro querido abad Mamerto, se va uno de los últimos protagonistas de toda una época, un impulso y un estilo que, confiados en la afirmación evangélica “Si el grano de trigo no muere, no da frutos” (Cfr. Jn 12,249 será fecunda y fructífera para el mundo y la comunidad cristiana del mañana. Con un “a Dios”, un “muchas gracias”, un “hasta pronto” -expresiones que brotaban constantemente de su boca y expresan el común denominador de nuestros sentimientos ante su partida terrena- lo despedimos balbuceándolas casi como una letanía en la eucaristía de su despedida. Lo encomendamos, entonces, a la misericordia del Padre, confiados en el Espíritu derramado hoy, por la fuerza del sacrificio pascual de Jesucristo, con la bellísima expresión de la Regla de San Benito: “El cual nos lleve a todos a la vida eterna” (RB 72). Amén.