¿Cuándo llega el atardecer de la vida? ¿Falta mucho para ese tiempo? ¿Sabemos acaso cuándo será?
Justamente por eso no podemos dejar el amor para después. Sería penoso postergar lo esencial: amar.
Hay tantas situaciones en las que podemos hacerlo: en una sonrisa, en un gesto de ternura, en la paciencia frente a los errores, incluso hacia quienes nos critican, nos malinterpretan o nos lastiman. Porque amar en la alegría es fácil. Lo desafiante es amar en las pruebas.
Hoy se escucha mucho hablar de “alejarnos de quien nos hace daño”, de “estar mejor solos que mal acompañados”, de “primero uno y después los demás”. Y sin duda no se trata de convivir con el enemigo ni de exponerse al dolor innecesario. Pero amar no siempre significa convivir; amar es, sobre todo, una decisión interior.
El verdadero amor no necesita mostrarse ni anunciarse: brilla en su sencillez y en su transparencia. Es un sentimiento tan profundo que, si lo conociéramos de verdad, no dudaríamos en esforzarnos por vivirlo. Si todos trabajáramos en nuestro modo de amar, el mundo sería distinto.
La paz y el amor no deben esperarse de los demás: nacen en uno mismo. Contribuir al amor es sembrar luz en la oscuridad.
No te dejes convencer por los discursos del desencanto, de quienes ya se cansaron de vivir. Pensalo: cuando amás de verdad, la depresión, la bronca, la venganza y la ira empiezan a desvanecerse.
No hay nada más sublime que el amor. Siempre. Siempre.
Hermana Alma de Jesús