Cada año, al cumplirse cincuenta días desde el Domingo de Resurrección, los cristianos celebran Pentecostés, una de las festividades más significativas del calendario litúrgico, considerada la tercera en importancia después de la Pascua y la Navidad. Su nombre proviene del griego pentēkostḗ, que significa “quincuagésimo”, y tiene profundas raíces tanto en la tradición judía como en la cristiana.
Pentecostés pone fin al tiempo pascual y se celebra como la efusión del Espíritu Santo sobre los discípulos de Jesús, tal como se narra en los Hechos de los Apóstoles. Este evento, cargado de signos como el viento impetuoso y las lenguas de fuego, simboliza el cumplimiento de la promesa de Cristo y marca el comienzo de la predicación apostólica: el nacimiento de la Iglesia.
De la siega a la promesa cumplida
En su origen judío, Pentecostés se vincula con la festividad de Shavuot, o Fiesta de las Semanas, una celebración agrícola que daba gracias por la cosecha y que también conmemoraba la entrega de la Ley en el Sinaí. Así como esa alianza marcó el pacto de Dios con el pueblo de Israel, en la tradición cristiana Pentecostés representa la “nueva alianza”, sellada por la venida del Espíritu Santo.
Este paralelismo entre ambas tradiciones acentúa el carácter universal de Pentecostés, que en la narrativa bíblica se manifiesta en el milagro de las lenguas: personas de distintas naciones oían el mensaje apostólico en su idioma, anunciando una Iglesia abierta a todos los pueblos.
El Espíritu en acción
Teológicamente, Pentecostés es mucho más que una festividad conmemorativa. Representa la acción viva del Espíritu Santo que, según la doctrina cristiana, no solo inspiró a los primeros discípulos, sino que sigue obrando en la Iglesia y en los creyentes. Tal como lo expresa san Francisco de Sales, el Espíritu impulsa y guía a cada alma hacia el bien, actuando con delicadeza a través de inspiraciones, luces y consuelos.
El Espíritu, también llamado el Paráclito o Consolador, aparece en las Escrituras como fuerza activa en la vida de Jesús y de sus seguidores. Desde la Anunciación hasta la misión apostólica, es el Espíritu quien fecunda, impulsa y transforma. En palabras del apóstol Pablo: “Un solo Espíritu, un solo Señor, una sola fe”.
Unidad, misión y comunidad
Pentecostés, por tanto, no es solo un punto culminante del calendario litúrgico, sino una profunda afirmación de la misión cristiana: vivir en comunión, testimoniar a Cristo y abrir la fe a todos los pueblos. Contrapuesta al episodio de Babel, donde las lenguas dividieron a la humanidad, Pentecostés es signo de unidad espiritual y de entendimiento.
Desde el siglo II, los primeros Padres de la Iglesia como Ireneo, Tertuliano y Orígenes ya reconocían su importancia. En el siglo IV su celebración se consolidó en grandes centros como Roma y Constantinopla, y hoy sigue siendo uno de los momentos más intensos del año litúrgico.
En este día, la Iglesia recuerda no solo un hecho fundacional, sino también su razón de ser: ser testigo del Espíritu, anunciadora del Evangelio y comunidad viva al servicio del amor y la verdad.