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Cultura educativa tóxica

Escribe para Cadena Nueve, jorge Suevus

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La brecha generacional (que no se reconoce aún) producida por los cambios tecnológicos más su cristalización en una formación (escolar y académica) anquilosada en el siglo XIX en la que no se nota que la brecha cognitiva algorítmica, entre autoridades y docentes respecto de los alumnos, transforma a aquellos en creadores del clima escolar y perpetradores directos, tal vez sin notar que abusan de poder y acosan a los estudiantes, por la vía de favoritismo y marginación (creando jerarquías entre estudiantes), humillación pública (avergonzándolos desde posiciones de poder), normalización de la agresión (desde el dominio de ciertos estudiantes sobre otros) y el modelado del comportamiento tóxico (que es usual entre docentes y autoridades) que los estudiantes imitan, creando un ciclo de negatividad que perpetúa la cultura escolar tóxica.

Mientras en Estados Unidos se concentran obsesivamente en factores individuales (salud mental, acceso a armas, disfunción familiar), sistemáticamente ignoran una variable crítica: la incompatibilidad cognitiva entre educadores formados en paradigmas del siglo XIX y estudiantes nativos de la era algorítmica.

Los estudiantes de las últimas dos décadas han desarrollado cierta cognición algorítmica: procesamiento paralelo de información, reconocimiento instantáneo de patrones, optimización automática de procesos y adaptación continúa basada en feedback inmediato.

Sus mentes operan como sistemas que buscan múltiples soluciones simultáneas, esperan personalización automática y procesan correcciones en tiempo real.

En contraposición, el sistema educativo mantiene estructuras pedagógicas secuenciales y lineales.

Los docentes (pedagogos y profesionales de la salud mental), formados en métodos que priorizan la transmisión unidireccional de conocimiento, encuentran incomprensible y amenazante esta nueva forma de procesamiento cognitivo; sobre todo, porque desconocen formas de actualización teórica e institucional 2 por desconocer las brechas cognitivas. Esta desconexión no es meramente tecnológica: es epistemológica.

Cuando un docente exige silencio absoluto de mentes habituadas al procesamiento paralelo, cuando impone métodos únicos a estudiantes que naturalmente buscan múltiples vías de solución, cuando evalúa episódicamente a quienes esperan feedback continuo, no está simplemente enseñando: está ejerciendo una forma de violencia cognitiva que las investigaciones académicas se niegan a reconocer.

Esta violencia se manifiesta en patrones identificables: la humillación sistemática de
estudiantes cuyas respuestas no siguen la lógica lineal esperada, la marginalización de
aquellos que procesan información de maneras no convencionales, el favoritismo hacia
quienes logran suprimir sus capacidades algorítmicas para adaptarse a métodos obsoletos.

Resulta revelador que las investigaciones sobre school shootings identifiquen el bullying como factor en el 75% de los casos, pero sistemáticamente eviten examinar cómo las propias estructuras educativas generan y perpetúan estas dinámicas.

Esta ceguera no es accidental: la academia educativa protege institucionalmente su
legitimidad evitando el autoanálisis crítico.

Los estudios prefieren culpar a familias disfuncionales, enfermedades mentales o acceso a armas antes que cuestionar si un sistema educativo que frustra sistemáticamente las aptitudes cognitivas de toda una generación podría estar contribuyendo a la desesperación que alimenta la violencia.

Cuando un estudiante recurre a la violencia extrema, las investigaciones buscan patologías individuales. Pero ¿qué ocurre cuando el patrón se repite en cientos de instituciones? ¿qué torpezas académicas pueden ignorar esos patrones? ¿cuándo miles de estudiantes experimentan la misma desconexión por tal brecha cognitiva con educadores y su sistema educativo, la misma frustración ante métodos que siente primitivos, la misma invalidación de sus formas naturales de procesar información?

Es probable que estemos ante un fenómeno sistémico: la colisión entre una generación
algorítmicamente competente y un sistema educativo y educadores, pedagogos y
responsables de la salud mental, obsoletos.

Esta hipótesis merece investigación urgente, no solo por su relevancia para comprender la violencia escolar, sino porque señala hacia una crisis más profunda en la legitimidad de nuestras instituciones.

Es momento de reconocer que la violencia escolar no surge únicamente de patologías
individuales, sino de la tensión sistémica entre formas incompatibles de procesamiento
cognitivo. Los docentes y administradores no son observadores neutrales del clima
escolar: son sus arquitectos principales.

La violencia escolar podría ser, en última instancia, el síntoma más extremo de un sistema institucional (no solo el educativo) en crisis: incapaz de reconocer, mucho menos de aprovechar, las capacidades cognitivas de quienes pretende educar.

Cuando ocurren school shootings, el discurso institucional se cierra sobre sí mismo, se
vuelve autosuficiente y autorreferencial (hace universo del discurso). Lacan describe esas vías de manera análoga a la curvatura del espacio-tiempo: algo que genera automatismos de repetición.

La repetición automática de la educación del siglo XIX durante el siglo XX, más la torpeza de repetirlo en el siglo XXI, es la norma. La física teórica (y sus matemáticas avanzadas) fue la excepción que logró romper con paradigmas anteriores y estar a la altura del actual, sosteniendo el horizonte de subjetividad de la época (según el estado del arte y la probidad tecnológica que lo corrobora). Mientras, las demás disciplinas, orbitan, cual si fueran lunas.

Esto requiere de cambios drásticos en la formación de la mayoría de las disciplinas para abordar problemas actuales, sobre todo, teniendo en cuenta el agravante de que legisladores, funcionarios judiciales y del Ejecutivo repiten el mismo universo del 4 discurso que el de la cultura educativa. Sociedades atrapadas en la misma órbita repetitiva.

Porque no solo se trata, parece, de ser omnipotente sino además gozar de impunidad.

No pudiendo ver el patrón sistémico porque la propia formación encandila con cegueras
intermitentes: solo ante conflictos que dejan notar que los resultados institucionales en
general son apenas una simulación.

Por eso, la adolescente de 14 años caminando por el patio escolar, con el arma hacia abajo, supera el nivel cultural de cualquier sistema institucional: caminaba como aquellos que se ocupaban de marcar con tiza líquida el perímetro de canchas deportivas; tan solo señalando en su reclamo: límites. Porque la violencia de la estupidez de los adultos, también tiene límites.

La ventaja posible para no comenzar analizando tales cuestiones está en el álgebra de
Lacan: mi dominio (curiosamente, aún “individual”).

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