Suele decirse que los políticos profesionales y la actividad política en general son necesarios para evitar que los conflictos que se suscitan en la vida comunitaria se diriman mediante violencia o extorsión, en aplicación de la ley del más fuerte.
Suele considerarse también que la democracia republicana constituye el sistema de gobernanza ideal, habida cuenta de lo dañoso de las alternativas hasta ahora probadas. Un sistema cuyas instituciones, gestionadas por políticos y funcionarios judiciales austeros, honestos y con vocación cívica de servicio, asegura la participación de todos los integrantes de la sociedad en el logro de un consenso general sobre reglas que tiendan tanto a la buena convivencia como a un creciente bienestar, sobre todo económico.
¿Es esto así? ¿Son reales esta participación y este consenso? ¿Es el Estado, como suele recitarse, “la sociedad organizada” en forma voluntaria, con su esquema burocrático de fronteras, leyes, tributos y prestaciones? ¿Es la democracia republicana el “fin de la historia” en cuanto a modos de organización comunitaria? ¿Son los políticos profesionales, sus compromisos y transas, en definitiva, necesarios?
El actual círculo rojo, intelectualmente formado en dichos supuestos (dominantes, por otra parte, durante los últimos 250 años), cree mayormente que sí.
Los jóvenes globalizados de la generación tecnológica, de millenials en adelante, creen mayormente que no y que dicho establishment simplemente… “no la ve”.
Ellos más bien creen en “eficiencias conducentes”. En modos personalizados de gestión que estén más cerca de la creatividad que surge de soluciones privadas novedosas, diversas y flexibles en competencia… que del monopolio de un gran ente administrativo, obligatorio y uniformizante.
El “malo conocido” que tantas quejas acumula va camino, con apoyo de esta fracción creciente, de perder el favor de la mayoría a manos del “bueno por conocer”.
El razonamiento que está germinando en línea con el inconformismo cultural de los jóvenes de este siglo responde al más puro sentido común.
Vemos como, a diario, ellos eligen la heterarquía (organización horizontal en red) por sobre la jerarquía (organización piramidal) como modus operandi así como repudian la ley del más fuerte en un contexto en que el Estado, aplicando su peso coactivo y su gran estructura jerárquica de intereses, es el más fuerte; el que dirime con su ley los conflictos sociales. Y el peor extorsionador, además, por ser el más difícil de eludir al no estar sujeto a competencia.
En realidad, cuando el consumidor de gobernanza elije a un político no compra otra cosa que promesas, sin garantías de que el gobierno subsiguiente (suponiendo, además, que su elegido triunfe) vaya a responderle de la manera deseada en cada caso y circunstancia.
Equiparemos por un momento, haciendo una comparación Estado/mercado, la compra de gobernanza con la compra de otra cosa valiosa, como por ejemplo un automóvil. Tal supuesto podría darse con toda persona en condiciones de adquirir uno, votando en un día determinado por su auto preferido. Contabilizados los votos, cualquiera fuese la marca y el modelo ganador, cada votante estaría entonces obligado a aceptarlo.
Dado tal supuesto, los incentivos individuales para pensar y decidir cuál es el mejor móvil se derrumbarían ya que sea cual haya sido su meditada decisión, en gran medida su auto resultaría elegido por otros. Y con el bajo incentivo como regla, la calidad y variedad de autos en oferta por parte de los fabricantes caería rápidamente hasta el punto de terminar todos más temprano que tarde a bordo de modelos parecidos a los Trabant de la era Soviética.
En todas las cosas deseadas (y la buena gobernanza es una de ellas), la competencia es vital ya que con ella vienen la variedad, las mejoras y la economía (es decir, la eficiencia en el uso de recursos limitados, trasladable a precios más accesibles para más productos y mejores opciones).
Competencia que surge de los fuertes incentivos que, para el caso de las automotrices, representan las decisiones de compra en libertad de sus clientes individuales, forzándolas entre otras cosas a la diversidad. Concepto contrario por cierto a monopolio.
El Estado (duro monopolio territorial de ley, justicia y fuerza) carece de estos incentivos para mejorar dado que sus clientes (los votantes-contribuyentes) poco y nada pueden hacer frente a decisiones gubernamentales con las que no están de acuerdo, más allá de un desesperado (y resignado) sufragio al aire perdido entre millones, cada dos o cuatro años.
Los millenials (y otros grupos etarios que vienen despertando) procuran inyectar sentido común a un sistema “republicano” -en verdad corporativo y filomafioso- ya afianzado que mantiene corrompidas a gran parte de la justicia federal y de las legislaturas, entes estatales todos que avalan a su vez duros abusos en poderes ejecutivos provinciales y comunales siempre creativos a la hora de amiguismos, discrecionalidades y enriquecimientos ilícitos.
Y lo hacen apoyando al presidente J. Milei, percibido como un hombre honesto que se inmola interponiéndose entre ellos y los privilegiados de la Argentina (genéricamente “casta” u oligarquías parásitas simbióticas de sindicalistas, políticos profesionales y empresaurios).
Ellos no quieren cambiar mediante violencia el statu quo de estatismo pobrista legado en parte por sus antecesores de la “juventud maravillosa” de los ’70, sino mediante las reglas que hoy les proveen los propios políticos gestionando el mismo sistema (democracia delegativa de masas) que abonó el desastre que aún nos condiciona.
Un camino contradictorio, por cierto. Estrecho y lleno de barro por el que habrán de ir muchas veces cediendo y otras tantas ensuciándose; mas el único camino posible si quiere dejarse de lado la secesión, la migración o, en el extremo, la guerra civil (la valentía, la cobardía o el brutalismo respectivamente).
Nos espera, por años, el ver generaciones de recambio que serán topos dentro del sistema. Y nos espera, también una mayoría final que arribe a la conclusión de que los incentivos siempre son mejores que los garrotes si de evolucionar como comunidad se trata. Así como que la diversidad de opciones a todo orden será siempre más eficiente que el monopolio. Incluso en vacas sagradas hoy (en esta instancia del proceso de evolución cultural) tan intocables como justicia, seguridad y defensa.
O justamente por eso.