Desde que retorné a 9 de Julio, no hace mucho tiempo, es cierto, escuché a dirigentes, ex funcionarios radicales y también a funcionarios del actual Gobierno municipal, señalar que la demora en tal o cual cambio en las formas de actuar de los nuevejulienses – por ejemplo el tránsito – se debía a que la cuestión depende de un “cambio cultural”.
Es verdad que la frase la escuché en radio y tele y la leí en uno que otro medio gráfico. Qué quiero decir con esto? Que nunca tuve la ocasión de preguntarles a los protagonistas en cuestión qué eficacia tiene la frase.
¿Qué significa cambio cultual? Que es ganar una batalla cultural? ¿Desde qué premisa indiscutible los que hablan del tema aspiran a que su manera de ver determinada cuestión necesite convertir en una ideología dominante? ¿Cuáles son los procedimientos de los que se valen los portavoces?¿Cuáles son las batallas culturales de nuestra historia que han dejado marcas victoriosas perdurables en la conciencia de los argentinos?
Hagamos un poco de tradición, que nunca viene mal, sobre todo para aquellos que aspiran a ese tipo de cambios. Veamos.
Al general Perón de la década de los cincuenta le fue bien en su batalla cultural, que ganó con el monopolio de los medios de comunicación, con la expropiación de los diarios de la oposición y la difusión de una supuesta y única cultura popular. Pero llegó la Libertadora, que –paradójicamente – tuvo un proceso hegemónico que se manifestó a través de similares métodos utilizados por el peronismo.
Ni hablar de las consecuencias que trajo a los argentinos aquél “cambio cultural”. Como decían nuestros abuelos nos sacaron de Guatemala para hundirnos en un Guatepeor. Esas tiranteses duraron décadas. Perón, fue protagonista de innumerables avasallamientos a la libertad de los argentinos. La Libertadora aisló a quienes habían seguido al Gral.
Formidable batalla cultural ganó la dictadura de Onganía, que supo darles a los sindicatos las obras sociales al tiempo que cerraba la universidad y los centros culturales y todos los espacios institucionales en los que “pululaban hippies, judíos y marxistas”.
Un jolgorio cultural se vivía en la década del sesenta con el nuevo periodismo de revistas como Primera Plana y Confirmado, que apostaban a los militares y a la difusión de la antropología estructural. ¿Quién puede olvidar el boom de la literatura latinoamericana y el cine de los “jóvenes viejos” mientras batallaban azules y colorados por el trofeo de un nuevo golpe de Estado?
Vanguardias coetáneas de los cursillos de la cristiandad dispersos por todo un país impulsaban el desarrollismo neofranquista.
Nadie olvida, por el contrario, el gran proyecto épico de la nueva cultura de los setenta, el de una juventud maravillosa que enarbola la bandera del poder total y militar, mientras se iban cavando el foso en los que terminaron cayendo tanto los que se oponían a la liberación como los que lo hacían contra la dependencia. Tambien los que simbolizaban el socialismo nacional como los que eran acusados de cipayismo. ¿Quién ganó aquella batalla cultural?
¿Y el Proceso con su mensaje de paz y armonía entre los argentinos? Qué importante debe ser una cultura para que tantos quieran ganársela para hacerse dueños de la historia.
La cultura no es una cosa. No es un arma. No es un botín. Claro que lo es para las corporaciones, para los institutos de cine, para las sociedades de escritores, para las agencias de noticias, para las asociaciones de actores, los productores de televisión, las subsecretarías de Cultura y los capataces de medios de comunicación, para los periodistas militantes o falsificadores, para los burócratas; es decir, para la “nomenklatura”.
Dicen que en estos últimos meses ha triunfado una nueva cultura. No más Perón o muerte. No más Dios o muerte. No más justicia o muerte. No más muerte. No más patria o buitres. No más estafas ideológicas.
Cuando se dice batalla cultural, la gesta no pone en escena a un pueblo empobrecido que nutre con su esfuerzo los palacios suntuosos de una burguesía hipócrita y que una vanguardia revolucionaria liberará de sus cadenas, sino a una burguesía letrada que se apropia de pabellones de guerra en bibliotecas, pantallas y claustros, declama a sus héroes, se aplaude a sí misma y festeja a los caídos del otro lado de la trinchera. El griterío mediocre de siempre.
¿Así que el kirchnerismo ganó la batalla cultural? ¿Con qué? Con la calle y el Twitter? ¿Por arrogarse la exclusividad de darles derechos a minorías desconociendo a todos los sectores que hace tiempo luchaban por conquistarlos? Por lo general las batallas culturales como la que expresó el kirchnerismo se ganan por cansancio. La gente se calla, se va del país, se lleva su decepción a casa, piensa que no vale la pena, que el país está enfermo, se dedica a la cocina, y les deja el terreno a los activistas y heraldos de la cultura victoriosa. Ceder o resistir es una cuestión de aguante y de ganas de ser libres o, para ser más prácticos, de usar de la libertad de expresión hasta hacerla de goma.
Con estas pinceladas de extremos, contrastantes o antagónicas entre sí, la historia ha mostrado que las señaladas fueron batallas mas de agenda política que por cambios culturales.
Ahora bien. Impulsar desde el Estado, que se apliquen y se respeten las normas y las leyes, incluso las de tránsito. Ni más ni menos que eso… Se encuentran en la gama de ofertas que denominamos ‘batalla cultural’? . A lo mejor es el comienzo silencio de transformaciones con apego a la ley, y desembocará con el tiempo en: se ganó ‘la batalla cultural’. Hasta el próximo domingo.