Esta historia particular se desarrolla en San Lorenzo, provincia de Santa Fe, el 3 de febrero de 1813, a algunos cientos de metros del convento de San Carlos de Borromeo, un pequeño y bello edificio que aún hoy se mantiene en pie con sus paredes blancas e impolutas. La Argentina daba sus primeros pasos, a la vanguardia del valor y los derechos humanos, recientemente pronunciados con fervor en la Asamblea.
En aquellos tiempos, Montevideo era la capital provisional del Virreinato del Río de La Plata, y era la base que habían elegido los españoles en el Atlántico Sur para el desarrollo de sus operaciones. Hasta allí se había acercado Rondeau para sitiarlos, de modo que los españoles, faltos de víveres, se lanzaban al Río de La Plata para abastecer a sus soldados. San Martín, a quien el gobierno le había ordenado que protegiera la costa desde Zárate hasta Santa Fe, había estudiado cuidadosamente sus movimientos, y había notado que el modus operandi era siempre el mismo. Zarpaban por la noche, en grupos de seis a once embarcaciones al mando del corsario Rafael Ruiz merodeando las orillas, dispuestos a desembarcar en cuanto avistaban un monasterio, una ciudad o ganado. En pocas palabras, la economía de supervivencia española se basaba en el robo y los sablazos. En octubre de 1812, en palabras de Bartolomé Mitre, habían sido saqueados, asaltados y cañoneados los pueblos de San Nicolás y San Pedro.
Salieron finalmente de Montevideo once embarcaciones al mando del mencionado Ruiz y del capitán Zabala. San Martín, dispuesto a dar fin a estas infames excursiones, las seguía oculto en la noche, por tierra, al mando de 125 granaderos a caballo. De poncho y sombrero, el general vigilaba personalmente desde la costa los movimientos de los españoles. Cuenta la leyenda que uno de los españoles describió a su capitán “un gaucho sobre un caballo, a lo lejos, que nos mira sin señal de temor alguno”.
El 31 de enero desembarcan cien españoles cerca de San Lorenzo, en el actual puerto San Martín, y se dirigen al convento franciscano de San Carlos, convencidos que encontrarían allí pan, ganado y frutos. Al llegar, sólo los esperaban gallinas y melones, dado que los ganados habían sido retirados oportunamente al interior. Celedonio Escalada, comandante de Rosario, los persigue con una pequeña milicia de 22 hombres, 30 jinetes y un pequeño cañoncito. Los españoles ven su polvareda a lo lejos e, ignorando el número real del minúsculo bando de patriotas, huyen despavoridos.
El capitán Zabala, ya sobre la embarcación, logra divisar al improvisado ejército. Envuelto en una brumosa vergüenza, herido en su orgullo español, decide que es hora de darles una buena lección a aquel atajo de temerarios. Les ordena a sus hombres que organicen la vuelta y el escarmiento de los atrevidos argentinos.
Lo que el capitán Zabala no tuvo en cuenta fue que un joven paraguayo, que era mantenido prisionero de los españoles, logró escapar y alcanzar a nado la orilla, donde se encontró con San Martín -“el gaucho que mira sin temor”-, y le relató los detalles de los planes españoles. Los invasores regresarían con dos cañones y 250 hombres. El día señalado era el 3 de febrero.
San Martín se presenta ante el fray Pedro García, del convento de San Carlos, y negocia el escondite de sus hombres. Allí aguardarían agazapados la llegada de los intrusos. Desde allí escribirían la historia. Él elige para pasar las horas una pequeña celda de vigas de madera oscura, con una cama de madera y un arcón, que aún hoy se conserva intacta.
El 3 de febrero los españoles desembarcan y avanzan a tranco liviano sobre la tierra argentina, pronta a regarse de sangre invasora. Esperan encontrarse con la pequeña milicia de Escalada y desbandarlos de una vez por todas. Los granaderos, alertas y preparados, los sorprenden en un movimiento de pinzas con San Martín y el capitán Bermúdez a la cabeza de cada grupo, abalanzándose sobre las huestes enemigas. El ataque fue veloz, en sólo tres minutos arrollan con la carga a los españoles. El caballo de San Martín es herido y cae muerto, apretando la pierna del general y dejándole indefenso en medio de la escaramuza. A punto de ser atacado a bayonetazos por un español, el soldado Juan Bautista Cabral se interpone y logra sacar a su superior del aprieto, pero paga con su vida el heroico arrojo.
Los realistas, desbordados, huyeron. Muchos murieron en batalla, otros ahogados, 14 cayeron prisioneros. Del bando de los patriotas hubo que lamentar 15 muertos y 27 heridos. El combate duró, en su totalidad, menos de quince minutos.
Si bien aquel suceso no fue considerado por San Martín más que el bautismo de fuego de sus granaderos, las excursiones españolas por el Paraná ya no volverían a repetirse, y el desabastecimiento del sitiado Montevideo llegaría a situaciones extremas. Para el pueblo argentino, sin embargo, fue mucho más. Fue el reconocimiento al héroe de la Patria, el nacimiento de un cuerpo de militares valiente y eficientemente entrenado que sería el orgullo de la región por los tiempos de los tiempos, y fue, por sobre todas las cosas, la expresión lúcida y sagaz de una metáfora marcada a sangre y fuego. La de un pueblo argentino indomable y feroz que no deja apaciguar su llama patriótica por los intereses de los poderosos de afuera.