En muchas sociedades contemporáneas, la injusticia ha dejado de ser simplemente un hecho condenable para convertirse en una condición aceptada, normalizada e incluso celebrada en ciertos sectores. Esto no sólo constituye una distorsión del sentido ético colectivo, sino que evidencia una peligrosa transformación cultural donde lo justo pierde terreno frente a la conveniencia, el poder y el privilegio.
La injusticia, cuando se repite, se convierte en costumbre. Y cuando se vuelve costumbre, ya no escandaliza. Así, prácticas como el favoritismo, la corrupción, la exclusión sistemática o el abuso de poder se instalan en la vida cotidiana con una preocupante indiferencia. En algunos sectores, incluso, son vistas como signos de astucia, éxito o “sabiduría callejera”, celebradas por aquellos que logran “ganarle al sistema”, aunque sea a costa del bienestar de otros.
Este fenómeno no nace del vacío: tiene raíces profundas en las desigualdades estructurales y en la pérdida de confianza en las instituciones. Cuando las reglas del juego están amañadas y la justicia parece un lujo para unos pocos, la injusticia se convierte en la vía práctica, la alternativa eficaz. En lugar de luchar por lo justo, se aprende a convivir con lo injusto, e incluso a imitarlo.
Más grave aún es que esta aceptación se transmite culturalmente. Se celebra al que logra obtener beneficios saltándose las normas, se aplaude al “vivo”, al que no se deja “pisotear”, aunque para lograrlo pisotee a otros. De este modo, el valor de la equidad se debilita, y con él, la posibilidad de construir una sociedad verdaderamente justa.
Aceptar y celebrar la injusticia no es sólo una derrota moral: es una traición al bien común. Revertir esta tendencia requiere un esfuerzo colectivo por redefinir qué admiramos, qué premiamos y qué rechazamos como sociedad. Necesitamos más indignación honesta y menos complicidad disfrazada de pragmatismo. Porque una sociedad que aplaude la injusticia, no sólo está enferma: está enseñando a sus futuras generaciones a no curarse nunca.
No niego mi simpatía por el Club Racing de Avellaneda. La derrota del equipo que conduce técnicamente, Gustavo Costa, donde ganó en todos los sectores de la cancha y convirtió un gol legítimo en el final del partido, que se anulo y se legitimó, seguidamente, un penal inexistente para Barracas Central, es un claro ejemplo de injusticias. Lo visto anche en el Cilindro Albiceleste movilizó la presente columna de opinión.