El 23 de mayo de 1493 comenzó la historia del caballo en América con un escrito de los Reyes Católicos que ordenaba el envío al Nuevo Mundo de veinte caballos y cinco yeguas escogidos en el reino de Granada.
Estos caballos llegaron a América gracias a Cristóbal Colón que, en su segundo viaje, los trajoa a este continente.
Los Reyes Católicos escribieron a su secretario Fernando de Zafra para que escogiese veinte lanzas jinetas junto a cinco “dobladuras” hembras de entre la gente de la Santa Hermandad y esos fueron los caballos que llegaron a América.
Cuando los caballos se aclimataron en la isla de Santo Domingo, donde arribaron el 25 de septiembre, su cría se extendió a las otras Antillas ya Centroamérica, de donde se proveyeron de caballos a casi todas las expediciones del descubrimiento y la conquista.
Pizarro fue autorizado a llevar montados de Jamaica al Perú, y de allí Valdivia se abasteció para ir a Chile, de donde pasarían a la Argentina.
Durante mucho tiempo el caballo que se trajo a América era español, no solo porque la colonización del Nuevo Mundo fue hecha por los españoles, sino porque los conquistadores y colonizadores de cualquier nacionalidad buscaban al caballo español por ser el mejor de esos tiempos.
Con excepción del caballo árabe, no ha habido otro como el español de los siglos X al XVII que haya tenido tanta merecida fama y recibido tantos elogios. Baste decir que para ponderar a un caballo se decía “parece español”, y que Guillermo el Conquistador y Ricardo Corazón de León lo prefirieron.
Desde entonces, a lo largo de más de cinco siglos, el caballo en amércia adquirió identidad propia, y en argentina su reproducción ha llegado a niveles internacionales de jerarquía, de la manera que se exportan al mundo, ya sea para deportes, como polo, pato, o competencias en hipódromos, sinó para inseminación y reproducción.